Miércoles, 8 de julio de 2020.
Coñacito musical: Beethoven, Sinfonía n. 7, Bayerischer Staatorchester, Carlos Kleiber. Érase que se era un niño llamado Karl Ludwig Bonifacius (¡échale guindas al pavo!) y apellidado Kleiber, cuyo padre, un mítico director de orquesta, afirmaba que carecía de talento musical. El niño pronto decidió que, si no en talento musical, al menos habría de superar a su padre en talento para elegir nombre, así que, aprovechando que vivían en el exilio en Buenos Aires, se hizo llamar Carlos el resto de su vida. Y como además de cierto buen gusto en materia onomástica, resultó que tenía más facilidad para la música que la que vaticinaba su ilustre progenitor, acabó siendo consideradro por la BBC como el mejor director de orquesta del siglo XX. El niño Carlos quería tocar las estrellas con los dedos, y el hombre Carlos casi lo consiguió. Era el antidivo extravagante. Un genio obsesionado por la perfección y por la alargada sombra de su padre, un poco a lo Mozart. Un músico capaz de negarse a salir al foso tras el descanso de una representación operística porque se sentía incapaz de mejorar su propia interpretación del día anterior, o de llamar la víspera de un concierto para anunciar que su caché había subido desde el día anterior, y ríase usted de las renegociaciones de contrato de Messi. Un director de caché astronómico que sólo daba un puñado de conciertos al año, de los que cancelaba la mitad. Podía pedir a sus músicos, para lograr la perfección en un pianissimo, que ninguno empezase a tocar hasta oir a sus compañeros hacerlo (“y agárrenme ustedes esa mosca por el rabo”, podia haber añadido). Fue un genio fronterizo, inestable, caprichoso, amable e irritante. Pero cada vez que se subía al podio se dejaba poseer por la música, movía sus brazos con una elegancia innata e hipnótica, y electrizaba a orquestas y público con unas interpretaciones mesmerizantes, elevadas, vivas, profundas e indeciblemente elegantes. Si uno escucha una pieza interpretada por este hombre y no le gusta, es que ya nunca le va gustar; pero si le gusta, es probable que ya no le guste interpretada por nadie más. La Séptima de Beethoven nunca ha sonado mejor.
Afeitado:
Brocha: Semogue 1305
Jabón: RazoRock Mudder Focker
Maquinilla: Merkur Futur
Cuchilla: Gillette 7 O´clock Super Stainless
Loción: Floid MV
Bálsamo: Aloe Vera Deliplus
La Semogue se descascarilla como si una enfermedad terrible corroyera su piel, y pierde el color y la elegancia antañona, un poco como esas fachadas del Bairro Alto de Lisboa a las que el paso del tiempo ha arrebatado su antiguo esplendor, pero no el orgullo de vieja dama. Hay belleza también en esa dignidad intacta pese a las ropas raídas, en ese pundonor de seguir en la lucha contra toda razón y contra toda lógica. Duele verla casi desnuda, pero emociona el fuego inextinguible de su mocho enhiesto y rockandrollero. Hay mucha brocha en esta brocha, más allá de su hermosura ajada, de su piel enferma y avejentada, y casi se vuelve más bonita cuanto más marchita. Sí, hay belleza, mucha belleza en ese porte presumido pese a todo, en ese ademán altivo, en esa capacidad improbable de transformar un cuerpo tullido en caricias de la mejor espuma. Esta brocha agostada y deslucida obra el milagro de transformar la decrepitud en exquisitez. Cómo no la voy a querer.
Y eso es todo, amigos. Sean buenos si no tienen nada mejor que hacer.